El día que Puerto Madryn se quedó sin pan.
Habitualmente escuchamos que este es un país de mierda, que es inviable, que las grietas son insalvables. Y la verdad la sensación a veces es que somos una sociedad muy compleja, con diferencias imposibles de salvar.
Sin embargo,
como una pequeña muestra de que a veces como pueblo nos unimos para hacerlo
bien, rescatamos está historia, chiquita si se quiere, pero muy conmovedora.
Era el año
82, la guerra en el Atlántico sur llegaba a su fin. En toda la Patagonia
argentina la misma se vivió con gran intensidad, sintiéndose parte del
conflicto, a diferencia del resto del país, en qué el entusiasmo inicial, se
fue diluyendo al correr los días.
En Puerto
Madryn pequeña ciudad costera, dónde el marketing turístico todavía no había
hecho foco, y la principal actividad era la cría de ovejas, y el acopio de lana.
Y que durante toda la guerra se temió que ocurriera un desembarco inglés. Por
esos días corría un rumor... Se esperaba que a los soldados argentinos los
evacuarán en esta ciudad por vía marítima. Entre los militares el hermetismo
era total. Pero algo se veía venir.
En las islas
se consumaba la rendición argentina, y entre la angustia, la tristeza y el
alivio de haber sobrevivido, los conscriptos argentinos entregaban sus armas al
inglés. No sabían que sería de ellos, y se llevaron una gran sorpresa cuando
fueron ubicados a cubierto de la intemperie, y recibieron su primera comida
caliente en días de parte del enemigo, que ahora se hacía cargo de ellos.
La primera
oleada de conscriptos fue embarcada en el Canberra, un crucero de lujo inglés,
que las fuerzas armadas argentinas aseguraban que habían hundido, donde fueron
alojados en camarotes muy cómodos y hasta pudieron tomar una ducha caliente, la
primera en meses para muchos de ellos. Aunque la angustia de no saber a dónde
serían llevados, empañaba la jornada. Para algunos los llevarían a Uruguay,
para otros irían prisioneros a Londres, hasta había quien aseguraba que los
ingleses los arrojarían al mar.
En Madryn el
rumor iba creciendo y tomando forma. El sábado por la tarde el despliegue de
efectivos del ejército en el puerto y avenida principal despejó todas las dudas,
"los conscriptos vendrían a Madryn".
El pueblo se preparó para recibir a sus héroes, a sus chicos que volvían de la guerra. Sin embargo, la cúpula militar tenía otros planes. No estaban dispuestos a asumir los costos de la fallida aventura en el sur. Si bien se regodearon del chauvinismo originado con el desembarco inicial, no querían cargar con el peso de la derrota y que se viera aún más complicada su ya desgastada imagen ante la sociedad que empezaba a perderles el miedo. Así que el plan era ocultar a los soldados, trasladarlos de noche, a escondidas, hasta depositarlos en estaciones de tren o paradas sub urbanas de colectivos y que se perdieran entre la gente que no quería tampoco verlos llegar. Los conscriptos argentinos serían por mucho tiempo, los otros desaparecidos de la dictadura.
Ya el
domingo, día del padre en Argentina, mientras los madrynenses desayunaban,
fueron sorprendidos por el estruendo de la sirena de un enorme barco que se
acercaba. Apresurados los residentes salieron raudos hacia el puerto, algunos
llevaban banderitas plásticas de esas que había por esa época, en la que se podía
leer “Made in Hong Kong” en uno de sus bordes. Otros llevaban a sus hijos,
algunas madres o abuelas llevaban bizcochuelos cortados en cubos, para convidar
a los llegados. Todos querían verlos, saber cómo estaban, abrazarlos. Con
diecinueve o veinte años como tenían la mayoría, eran los chicos de la guerra.
Mientras
tanto, ya formados en la cubierta del enorme barco, los conscriptos recibían una
cruel arenga por parte de la oficialidad:
“El pueblo está muy enojado con
ustedes porque perdieron Las Malvinas, hay bronca y es posible que ocurra algún
atentado. Para que esto no pase deben evitar todo contacto con la población
civil, suban rápido a los camiones o colectivos, y no se hagan ver. Cuando
lleguen a sus casas no usen el uniforme, y no hablen con nadie de lo ocurrido
en las islas”
De esta
manera se ponía en marcha el operativo desmalvinización que pretendía ocultar,
hacer como que nunca ocurrió la guerra de Malvinas.
Las personas
que aguardaban la salida y paso de los soldados, talvez en un desfile, solo
vieron pasar camiones del ejército con sus lonas cerradas, y algunos colectivos
con los vidrios tapados con papeles de diarios, que se dirigían raudos a la
barraca Lahussen , un lugar que se usaba para acopio de lana, donde el
dispositivo castrense pretendía ocultar a los ojos de los vecinos, el
deplorable estado físico en el que regresaban los conscriptos, producto de la
duras condiciones, y del hambre, el insoportable hambre al que fueron sometidos
por sus propios oficiales.
—¿A dónde los llevan?, ¿Qué
les van a dar de comer? —pregunto una señora al policía militar apostado entre
ella y los camiones que pasaban.
—Señora, hay raciones de
combate de sobra. —respondió secamente el militar esquivando la mirada de la
mujer.
La gente empezó a colmar los costados
de la calle por donde pasaban los camiones pugnando por verlos. Alguno de los
presentes empezó a aplaudir, y como un reguero de pólvora miles de manos se unieron
acompañando el paso de los vehículos. También los “Viva la patria”, vítores, “gracias”,
“héroes” no se hicieron esperar. Los camiones aminoraron la marcha, dificultados
porque la gente desbordaba las vallas de contención. Los soldados levantaron
las lonas de los Unimog y asomaron sus caras aniñadas, extrañados, emocionados.
Alguno tuvo la idea de correr tras el camión y ofrecerles las dos tiras de pan que llevaba en la bolsa de las compras. Al ver con la avidez que la recibían, y la comían, la gente corrió a la panadería más cercana
y compró las tiras de pan que pudiera, mignon, francés, casero, bollito, el que sea, todos pugnaban por un poco de pan para ofrendar a sus héroes.
Algunas
mujeres se aventuraron al interior de la barraca, saltándose el dispositivo
castrense que a esa hora ya hacia agua, y no podía contener el fervor popular.
—Pero ¿ustedes
están bien?, ¿necesitan algo? —preguntaron preocupadas a los jovencitos
vestidos con un uniforme que les quedaba enorme.
—Sí señora,
estamos bien, perdón —dijo el joven más cercano bajando la mirada visiblemente
apenado.
—Pero ¿Qué
te tengo que perdonar? — respondió la mujer tomándole la cara.
—¿Puede
llamar a mi casa, avisar que estoy bien? —gritó otro con acento correntino
desde más atrás.
—¿Pueden
traernos pan? —se escuchó una voz con acento salteño
Los pedidos
y agradecimiento se multiplicaron en acentos y modismos de distintas partes del
país, como si fuera una Babel, pero al revés, no los dividían, sino que los
aunaban.
Las personas
empezaron a llevarse a los conscriptos a sus casas, para alimentarlos,
permitirles llamar a casa, ofrecerle ropa limpia, una ducha caliente,
abrazarlos y hacerlos sentir que estaban en casa, aunque lejos de sus
provincias, ese pedacito de la Patagonia argentina también era su casa.
La orden original de “no se hagan ver”, se cambió por “mañana
a la 0800 todos acá” al no poder evitar el malón de madrynenses pugnando por llegar
hasta “los chicos”.
Mientras
tanto los panaderos que a esta altura ya regalaban el pan, se quedaron sin nada
que ofrecer, la producción calculada para la habitual clientela se vió
desbordada, ni las migas quedaban en los anaqueles. Facturas, medias luna,
tortas negras, pan negro, también fueron arrasados.
La central
telefónica también colapsó y hubo que esperar horas para poder llamar a la familia,
y avisar que estaban bien, que estaban vivos.
Ese 19 de junio
de 1982, Puerto Madryn hizo lo correcto. Juntos, en forma espontánea, desobedeciendo
y rompiendo el cerco con el que pretendían ocultar a los veteranos la junta
militar, abrazó a esos pibes y los hizo sentir en casa.
Los hechos se repitieron más o menos igual, días despues cuando arribaron al puerto, el Rio Carcarañá de la marina mercante reacondicionado para transportar tropas, y el Almirante Irizar, también trayendo a nuestro conscriptos desde las islas.
Una historia chiquita, casi una anécdota perdida allá en el tiempo. Pero que, en la mente de esos conscriptos, que volvían derrotados, y que les habían dicho que era todo culpa suya. Crearon lazos tan fuertes que muchos de ellos, años después, y ya con sus propias familias volvieron a visitar, a esos que los albergaron, les dieron de comer, y sobre todo les dieron cariño. Incluso algunos se radicaron definitivamente en aquel pedacito de Patagonia.
Ojalá
podamos darnos cuenta que el odio y el miedo no son el camino. Cuando nos
unimos y levantamos como banderas nuestros propios valores, esos que nos hacen
argentinos, que nos unen como pueblo; la solidaridad, la empatía, el amor por
nuestras cosas, por nuestra gente. No hay problema que no podamos superar, ni cosa
que no podamos hacer. Quizá nos falte alguien que nos abrace, que sea capaz de anestesiar
nuestras heridas con un buen plato de guiso, un pedacito de pan, una palmadita
en la espalda, un, gracias pibe, gracias piba. Ojalá
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