Frío otoño del ‘87

 

Pablo camina desde la ciudad universitaria hasta el centro. «Por suerte me puse las Toppers, y no los zapatos» piensa mientras se mira los pies. Hay paro docente, pero a él, no le interesa informarse. En fin, llego a la facu y no hay clases, y ahora tiene tiempo libre. Pensó en almorzar con Vero. Ha estado rara últimamente y quizá le alegre el día sorprendiéndola. Ella trabaja en casa T.I.A. en el centro.

Su familia recién se había trasladado a Córdoba. Su papa es tesorero en el Banco Nación. Pablito, como le decía su madre, transitaba el cuarto año de la secundaria. Casi a mitad de año, solo consiguieron banco disponible en el Deán Funes. Era eso o perder el año. A Pablo no le importaba, estaba bastante deprimido por el cambio de ciudad. Se había criado en el barrio de la paternal. Sintió que su vida era horrible: nueva ciudad, nuevo cole, nuevos amigos, y alto embole.

Ya en el colegio, no le fue tan mal, el porte desfachatado, y su acento porteño atrajeron a las chicas desde el primer día. La mayoría de los pibes lo odiaron por eso. No iban al mismo curso, pero compartían la hora de gimnasia en el contra turno. Él, la vio y le gustó. Ella le sonreía, dejando ver los aparatos desmontables, que solo se sacaba para jugar al vóley, o dormir. Para Pablo eran parte de su encanto, como las pecas, y los ojitos achinados.

Un Peugeot 404 taxi le toca bocina. Vuelve a la realidad, casi cruza la Chacabuco con el semáforo en verde. Ni registra la puteada del tachero, ni la de los otros dos autos. Sacude la cabeza, y mientras espera para cruzar vuelve a sumergirse en sus recuerdos. La media mañana otoñal está bastante fresca, Pablo se cierra el Montgomery hasta el último botón. Es temprano para buscar a Vero todavía. Se compra un pancho y una Coca, y se sienta en un banco de la plaza San Martín.

Mientas mastica pausado, y saboreando la mezcla dulzona del pan, el picor de la mostaza, y la tibieza más consistente de la salchicha, recuerda esa tarde que fueron por primera vez al Súper Park. Las risas en el gusano loco, el beso apasionado atrás del tren fantasma. Ese tiempo de enamoramiento y felicidad se le hacía un poco lejano. Por las obligaciones de cada uno no se ven tan seguido ahora, llevan de novios cuatro años, y la relación se ha enfriado un poco la verdad.

Pablo no se preocupa demasiado, sabe que todas las parejas tienen días buenos y malos, al menos eso dice siempre su madre. Cuenta los australes que lleva encima; le alcanzan para invitarla a comer alguna minuta en un bar. Mira el reloj Casio digital, que su tío le trajo de Uruguayana, y decide: es hora ya de ir por Vero. La ve salir, está tan hermosa como siempre, aunque vaya de uniforme de trabajo. Ella se sorprende de verlo, se acerca y le da un beso, más por costumbre que por realmente querer hacerlo.

—¿Qué hacés acá? —dice asombrada Vero.

—Hola ¿no? —le contesta sonriendo Pablo— No hubo clases hoy, y aproveché para venir a buscarte así comemos juntos —agregó.

—¡Ah!, habíamos quedado con las chicas —titubea ella, mirando para el local­—pero bueno ya estás acá.

—Vamos, acá a la vuelta hacen unas milangas que te morís —insiste él, haciendo caso omiso del comentario de su novia.

—Ok, bancá que busco los puchos y vamos.

Pablo la mira alejarse hasta que se pierde en el interior de la tienda. Sonríe pensando que el ánimo de ella va a estar mejor después de una comida caliente. Ella sale con una campera de lana y un pucho entre los dedos, se toman de la mano y caminan por Rivera Indarte hasta Deán Funes, doblan para la plaza hasta llegar al bodegón.

El pide una milanesa con puré, ella unos ñoquis con salsa filetto, que apenas prueba.

—¿Qué pasa gorda?, ¿No tenés hambre?

—No, la verdad que no. 

La sonrisa despreocupada que luce siempre Pablo comienza a desdibujarse dejando paso a un gesto de embole. 

—¿Me vas a contar por qué tenés esa cara de orto? —pregunta reclinándose en la silla.

Vero aparta el plato y enciende otro cigarrillo. Aspira una larga seca, y largando el humo, lo mira a los ojos.

—Mirá Pabli, no sé si vos sos consciente de que hace un tiempo no estamos bien. Lo he pensado bastante y creo que deberíamos tomarnos un tiempo. Pensar que nos pasa y ver como se sigue…

—¿Me estás cortando Vero?, ¿es eso? —pregunta el levantando el tono de voz, y agarrando la muñeca de Vero con fuerza.

—Me estás lastimando —dice ella.

—¿Cuándo te lastimé?

—Ahora, me estás lastimando. ­

Pablo cae en la cuenta que le está apretando la muñeca con fuerza, afloja un poco la presión y ella saca rápido la mano.

—Perdoname, no me di cuenta. Pero Vero, ¿qué me decís? ¿me dejaste de querer?, ¿hay otro acaso? —pronuncia la última pregunta, y siente una electricidad en la espalda solo de pensarlo.

—No es eso bebé, te aseguro que no hay nadie. A veces pienso en nuestro futuro: yo empleada de comercio y vos con esa carrera de hambre que elegiste. No quiero ser como mi vieja que lo putea a mi viejo cuando no está, y se la pasan peleando por la plata. Me da terror esa vida Pabli —solloza mientras habla —a vos todo te da igual, pero a mí no, espero otra cosa de la vida ¿sabés? —se levanta y agarra la campera— tengo que volver a la tienda. No espero que me entiendas Pabli, dame tiempo, Chau —le estampa un ruidoso beso en la mejilla, y se la moja con las lágrimas que hacen dibujos con el rímel. 

Después de pagar la cuenta, y con la cabeza dándole vueltas, Pablo sale a la calle. El día se ha vuelto más frío, o así lo siente él. Nada de lo que pasó parece real, camina lento hasta la parada del cuarenta y siete, al lado de la catedral. Lleva el peso de la angustia en su mochila. Cuando llega a la parada, mira la pared del frente, un grafiti visto mil veces, que hoy cobra un nuevo sentido:

                                                «¿No habrá alguna palabra

                                                      de esas que no decimos

                                                      que hayamos colocado

                                                        sin querer en la nada?»                                                                                                           

Cierra los ojos, la oscuridad parece hacerse más profunda. Se acuerda de sus Walkman y los busca en la mochila. Se le ocurre que un poco de música le vendría bien. Se acomoda la goma espuma naranja de los auriculares en los oídos, y recuerda que tienen poca pila. Piensa en ir a comprar unas nuevas, pero justo viene el bondi. Sube y se sienta al fondo. Con las ventanillas cerradas se da cuenta que los aromas del bodegón los siguieron como un fantasma. Arranca el colectivo, y al fin presiona play. La cinta del cassette que Vero le grabó de la radio, se pone a rodar con ritmo constante. En los auriculares, los acordes de esa bandita porteña que suena mucho por estos días.

                                                        Ella vendrá

                                   y al fin el techo dejará de aplastarme

                                                    dejará de verme:

                                        solitario besando mi almohada

                                        solitario quemando mi cama

                                               solitario esperándote


Comentarios

Entradas populares