Simón
El último organito irá de
puerta en puerta
hasta encontrar la casa de
la vecina muerta,
de la vecina aquella que se
cansó de amar;
y allí molerá tangos para
que llore el ciego,
el ciego inconsolable del
verso de Carriego,
que fuma, fuma y fuma sentado
en el umbral.
Comienza ya a apagarse la tarde
de un domingo otoñal. La gente que recorre la plaza, ya se está dispersando. Un
poco por el frío, otro poco por el hastío. Bien se sabe que esa es la hora
preferida de la melancolía para atormentar a los solitarios. Yo salgo del bar,
de la mano de mi abuelo. Desde que quedó ciego, se ha resentido con el mundo.
Caminamos por la ancha vereda, él me toma del hombro y yo lo guío, como un
perro lazarillo. Apenas soy un purrete, diez u once años nada más. Él, fuma su
armado sin sacarlo de la boca mientras camina. El humo que echa me va
impregnando el alma. Cuando llegamos a una casona, nos sentamos en el umbral.
Él se queda mirando la nada, con esa expresión triste. Cuando se termina su
cigarro, comenta que en esa casa vivía una novia a la que él quiso mucho.
—Pero se casó con la abuela —le
recuerdo, como si lo necesitara.
—Me casé con tu abuela, pero la
amaba a ella. —tira seca su revelación.
—¿Y qué pasó con esa mujer?
—quise saber.
—Se murió. —dice, y se queda
callado.
Desde alguna casa, con la radio
encendida, se filtra la voz del zorzal, el inmortal Carlitos, entonando algún
tango llorón. Mi abuelo saca de su bolsillo tabaco y seda, y se arma otro con
sospechosa habilidad. En un banco de la plaza, justo frente a nosotros, un
hombre joven nos mira con insistencia y anota algo en una libretita. Es
Carriego, el poeta, así le dice la gente. En ese momento, en plena retirada del
gentío, aparece un señor bajito: vestido con un saco color negro, pantalones
verdes y el pelo un poco largo y enmarañado. Empuja un carro, parecido a esos
que venden garrapiñadas o manzanas con caramelo. Lo estaciona en el centro de
la plaza ante la mirada curiosa de los transeúntes.
Simón, así se llama, destapa el toldo colorido
que cubre su carro. Poniéndose un sombrerito bombín, comienza a convocar a los
gritos:
—¡Acérquense!,
¡Acérquense amigos! Pasen y vean, hay para todos, no sean tímidos —señalando el
carro repleto de tiras de colores de distinto tamaño —Vamos, vamos que sé que
lo necesitan.
Los primeros
en llegar corriendo son lógicamente los niños.
—¿Que vende
señor?
—Lamentablemente
lo que vendo no es para chicos —respondió sonriendo Simón.
—¿Qué quiere
decir con eso? —Pregunta preocupado un padre joven, que carga a su pequeño a
hombros.
—Significa
que lo que vendo es solo para grandes.
—¿Es algo
sucio? —indaga una vieja mal gestada.
—Claro que
no, solo que los grandes son quienes más las aprecian.
—¿Es algo
ilegal? —pregunta un muchachón con mala pinta.
—No… Aunque las
hay robadas también —aclara Simón —pero le aseguro que las que yo vendo, son
originales.
—Pero ¿qué es
lo que vende usted? —lo inquiere un señor de abrigo largo, ya perdiendo la
paciencia.
—Claro,
disculpen ustedes, no he presentado mi producto apropiadamente —haciendo un
exagerado ademán— lo que yo vendo son ¡nada más y nada menos que ilusiones! —
dice sonriendo.
—¿Qué cosa?
—Ilusiones.
—¿Sueños?
—No, esos son
más grandes, y los venden en un bazar del bulevar solitario. Estas son
ilusiones, de distintos tamaños y colores. Aunque les digo un secreto —pone
cara de cómplice— mejor si no son muy grandes, se rompen con facilidad saben.
—Pero ¿para
qué sirve eso?
—Bueno, eso
depende de usted. Normalmente la gente las lleva a su casa y las hace crecer.
Algunas llegan a ser sueños — arquea las manos alrededor de su boca, como
contando un secreto— dicen que hasta alguna que otra: ¡llego a ser realidad!
Pero, usted puede: desperdiciarla, regalarla, contagiar con ella, venderla. Lo
único que no debe hacer nunca; es romper la de otra persona. — dice adoptando
un gesto y tono muy serio—
—Y ¿cuánto
cuestan? —pregunta una anciana en silla de ruedas.
—No tienen un
valor fijo en realidad —tomando una tira de tela amarilla— mire esta, ¿qué le
parece, bonita no? Es la ilusión de que su hijo vendrá a verla esta semana.
—Es hermosa
—dice conmovida la mujer.
—Y esa
sonrisa de madre es el precio justo por ella. Tome, es suya.
La emocionada
ancianita se aleja con su ilusión en manos, la silla se la empuja la enfermera
del hospicio. Alrededor del carro, la gente antes curiosa, comienza pugnar por
una ilusión, todos quieren una.
—Calma amigos,
hay para todos —los tranquiliza Simón.
—Mi madre a
veces no me reconoce, esta como perdida, ¿no tendrá una ilusión de que se cure?
—pregunta triste una mujer joven.
—Usted lo que
necesita es una esperanza, de esas no vendo. Pero llévese esta ilusión de que mañana
será uno de los días buenos —le ofrece guiñándole un ojo.
—¿Cómo se la
puedo pagar?
—Esa lágrima
de hija, es más que suficiente.
—Yo, yo sigo
—grita un hombre gordo abriéndose paso entre la multitud —Quiero tener mucha
plata, ser millonario, estoy harto de ser pobre.
—Usted está
confundiendo ilusiones con deseos. No puedo ayudarlo caballero —lo corta en
seco Simón.
—Mi hija
practica con el violín día y noche, ¿qué puedo llevarle? —pregunta un hombre
cincuentón con mameluco engrasado.
—Creo que no
necesita nada si practica tanto —dice pensativo el vendedor —en todo caso
llévese para usted esta ilusión de verla en la orquesta sinfónica algún día. Tomaré
como pago la imagen de sus manos callosas y sucias, me encantan.
—Un momento,
¿usted tiene permiso para vender acá? —un inspector municipal irrumpe atraído
por el alboroto.
—No sabía que
hiciera falta —responde Simón.
—Claro;
permiso, control bromatológico y habilitación. Supongo que tiene habilitación
—le dice en tono burlón.
—No, la
verdad es que no.
—Entonces se
va a tener que retirar.
—Déjelo, que
el muchacho solo se gana la vida —dice indignada una mujer junto a su hija.
—De ninguna
manera: la ley es la ley.
—En ese caso
tendré que irme —dice apenado Simón —pero antes quiero que se lleve este
presente. Es una ilusión viejita, pero usted la necesita urgente.
—Y esto ¿qué
es?
—Es una
ilusión de que a la gente le gusten los poemas que usted escribe en secreto.
Simón cubre su carromato con el toldo colorido,
ante el abucheo generalizado del público, que empieza a increpar al inspector.
—Tranquilos
amigos. Para todos hay ilusiones, pero no todos las recibirán hoy. Búsquenme en
lugares como este, cuando la vida se haga difícil de llevar, y la angustia
nuble sus días, una ilusión puede ser todo lo que necesiten.
Al pasar con
su carro por delante nuestro se detiene. Simón lo mira a mi abuelo, que está triste
y echa humo. Se acerca con algo:
—Tomá viejo —
le pone en las manos una cinta color rojo intenso.
—¿Qué es
esto? —pregunta el anciano.
—Una ilusión
de amor —dice simón
Me acaricia
el pelo, y se va empujando su carrito, silbando un tango. Dobla la esquina
contramano y desaparece por la calle oscura. Mi abuelo; ese viejo hosco, ciego
y resentido, suelta unas lágrimas, que caen de sus ojos marchitos, serpentean
las arrugas de su cara, y desaparecen en su bigote amarillento por el tabaco.
Claro que yo era un niño entonces, pero me di
cuenta de que lo que ese hombre vendía era especial. Hoy ya peino las pocas
canas que me quedan. Me arreglo lo mejor que puedo y recorro la plaza los domingos
por la tarde. La casona de la vecina muerta ya no existe. Hay un edificio en su
lugar. Me siento en el mismo banco en el que Carriego escribía sobre mi abuelo.
Echando humo con mi pipa; espero que doble la esquina Simón, silbando un tango,
empujando su carro repleto de ilusiones.
Comentarios
Publicar un comentario
Me es muy útil tu comentario, por favor contame que te pareció