Aquel inolvidable clásico


                                                                                    

No era un partido más. Era un duelo a muerte; el honor, la coca, y posiblemente el amor de mi vida estaban en juego. No era solo un partido más, era una de esas pruebas que sabes que no podés evitar, de esas que no te dejan dormir, que te hacen un nudo en las tripas.
 Quinto de la tarde, mi grado, contra quinto de la mañana. Ya habían ganado ellos el primero, aunque no sin polémica. En el segundo, nosotros emparejamos números. Así que este era el definitivo. La gloria para uno, la humillación perpetua para el otro.
Se jugaba en el patio del colegio. El marco eran las olimpíadas de la Semana del Estudiante. Aunque había otras actividades, todos se entusiasmaban con el clásico. Los más chicos, nos miraban con ojos soñadores y: tal vez con la ilusión de, algún día, ocupar nuestro lugar. Los más grandes lo hacían, con ojos voraces, expectantes ante la promesa de sangre.
Las maestras alentaban a unos y otros por igual con maternal cariño. También estaban los compañeros que no jugaban, pero formaban la barra brava del grado. Y por supuesto las chicas, destinatarias de nuestras exageradas piruetas y derroches de testosterona para llamar su atención.
Entre ellas estaba la más hermosa de todas, la que se llevaba los suspiros: la Lore. Era una rubiecita de ojos marrones, con la naricita y los dientes más perfectos del mundo; con su guardapolvo tableado, siempre tan prolijo, y su pelo dorado oliendo a perfume Mujercitas todo el tiempo. Su letra era toda chiquita e igual. Era un placer que mi vieja le pidiera las tareas a la suya, cada vez que yo faltaba. Aunque ella nunca había dado el menor signo de saber de mi existencia, yo en mi fuero interno estaba seguro de que la iba a conquistar.  
En mi infantil y machista cabecita fantaseaba que, a pesar de no ser el más lindo, ni simpático, ni chamuyador del grado, esa tarde mi actuación sería tan decisiva que no tendría otra opción que enamorarse de mí. Ya me imaginaba dando vueltas a la plaza de su mano, compartiendo dos bochas de frutilla y dulce de leche, empujando su hamaca mientras ella sonreía con esos dientes perfectos.
Pero antes debía hacer lo mío, debía sobresalir esa tarde. No la tenía fácil, ya que por mi [patadurez] me mandaron al arco. Y como saqué un par de pelotas seguidas, me transformé en el Neri Pumpido del grado, no saliendo nunca más de abajo de los tres palos. Atajaba con los guantes mágicos de lana negra, a pesar del calor. Una tira de tela roja hacía las veces de vincha (como la de Rambo, obvio).
Los legionarios romanos se bañaban en sangre de toro, y le oraban a Mitra antes de cada campaña. Los cruzados encomendaban su espada y su alma a Dios antes de cada batalla contra el infiel. Yo, con una rodilla en tierra y tapándome la cara con los guantes mágicos, les rezaba a los thundecats. Les imploraba me dotaran de su astucia, fuerza y agilidad durante el partido. Cada guerrero con su ritual.
No importaba que todos fuésemos del barrio. Ni que la mayoría fuese amiga, tampoco que nos encontrásemos en los fichines de doña Julia, tratando por horas de romper el récord al Pac-Man o al Street Fighter. Ese día, en ese lugar éramos enemigos y lo único que importaba era ganar. Éramos once, pero nos sentíamos los trecientos espartanos de Leónidas en las Termópilas, frente a un enemigo que se pensaba superior.
Ni por capacidad, ni por buen jugador, pero me terminaron ungiendo capitán por jetón. Y sí, se necesitaba una voz que guíe, que reúna a los dispersos en medio del caos. 

 Ignoro qué les habrá dicho Alejando Magno a sus hombres, para que lo siguieran hasta el fin del mundo, pero esa arenga previa en el bebedero del pasillo, fue épica. Les recordé lo que estaba en juego, les hablé del honor, de la vergüenza de la derrota, de la Coca fría. Pero me guarde para mí lo de la Lore, eso formaba parte de mí íntima soledad de líder.
Ya en el campo de juego, la arena de aquel improvisado coliseo, las palabras daban lugar a las acciones. Su majestad, la pelota, a rodar. Las hinchadas rugían, los papelitos volaban, pero yo solo tenía ojos y oídos para la Lore.
Pitazo inicial. Arranca el partido, a jugar. Si bien futbolísticamente podía decirse que era un partido de ida y vuelta, ninguno quería perder y eso le sacó un poco de brillo, la verdad. Se jugaba fuerte en toda la cancha, se ponía todo en cada pelota.
 Primera llegada de ellos a nuestro arco: zapatazo cruzado del delantero, un rubiecito corte taza al que odiaba bastante. Me estiré todo lo largo de mi metro sesenta y alcancé a desviar la trayectoria al córner. Desde el piso pude ver cómo la Lore gritaba agitando un globo en cada mano. Ese fue el momento más alto de mi carrera futbolística hasta entonces. Tanto me envalentoné que cuando me incorporé le dediqué al rubiecito delantero un ‹‹tomá gil›› al pasar.
Vino el córner, el despeje, y nada más para mí por un buen rato. La contienda siguió ida y vuelta, pero lejos de los arcos. Hasta el último minuto del primer tiempo, cuando el petiso Ludueña sorprendió con una trepada infernal, gambeta incluida y desparramando al arquero clavó un golazo de otro partido. Pasamos a ganar y se desató la locura. Nos fuimos al entretiempo con una sonrisa de oreja a oreja.
Ya en el segundo tiempo, la cosa siguió sin mucho brillo. Eso sí; se ponía, se puteaba. Las hinchadas gritaban de a ratos. Nos encaminábamos hacia la gloria, a medida que avanzaba el reloj.
Faltando tres minutos, ¡solo tres minutos! un descuido de mi defensa, una pelota que pasa y el rubiecito corte taza que se me viene al humo. Alguien lo toca y ¡penal! Penal para el turno mañana. Sentí que mi vida se acababa ahí, un sabor metálico en la boca y una sensación de que nada era real. ¡No podía estar pasando esto!
Todos me miraban con cara de derrota. Ahora todo dependía de mí. Asumí la responsabilidad, me subí las medias y me ajusté la vincha roja. Y como si fuera el último kamikaze subiendo a su avión, fui y me paré bajo los tres palos. El rubiecito después del teatro de la falta, se preparó para patearlo. Un duelo como los de antes, unos segundos que se me hicieron infinitos le pusieron suspenso. Yo aproveché y relojié para la tribuna, buscando a la Lore. Todos los nuestros se tapaban la cara, menos ella que tenía sus ojos marrones clavados en mí. Fue como un shock, de repente una voz interna me decía ‹‹boludo, te está mirando››.
Volví la vista hacia el rubiecito, que a tres pasos de la pelota esperaba la orden del juez. Me sonreía con malicia. Yo sabiéndome iluminado por los ojos de la Lore, me sentí confiado. Pitazo, carrerita corta y tremendo tiro del rubiecito que dejó la vida en esa acción. Eligió el palo derecho, fuerte y a media altura. Yo, elegí el izquierdo para la volada más espectacular e inútil de toda mi vida. Gol de ellos y empate.
Quedé de rodillas en el suelo. A la distancia, el rubiecito festejaba con los suyos. Alrededor mío, mis compañeros me reclamaban a los gritos. Levanto la vista: la veo a la Lore, parada al borde de la cancha, secundada por sus dos amigas. Con expresión de fastidio y enojo me dice: ‹‹mirá el gol que te hacen››. Después se dio media vuelta y se fueron las tres. Mis amigos quedaron mudos. Yo me levanté con una sonrisa que nadie entendía. 

Con buen tino, las maestras dieron por finalizado el partido. De nada sirvieron nuestros ruegos para jugar un alargue que definiera la cosa. Una Coca de vidrio de litro para cada equipo, fue el salomónico trofeo, donado por la cantina de la cooperadora. Y, a modo de medalla, un alfajor Tatín a cada uno. El director, insistió en inmortalizar aquel momento con una foto. Parecía una de esas que se tomaban al pie de una trinchera, en la Primera Guerra Mundial, con un montón de jóvenes sucios, desalineados y con la desazón en sus rostros. Nadie estaba conforme, nadie estaba feliz, nadie sonreía, excepto el arquerito de la tarde con vincha roja y cara de boludo.
Cuando nos íbamos, mis amigos me preguntaron:
—¿Por qué tenés esa sonrisa de boludo?, ¿no ves que nos empataron por tu culpa?
—Puede ser—les dije —pero me habló la Lore.

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