Una cuestión de marketing
Iba
apagándose la tarde y el invierno castigaba en la pampa con todo su rigor. Aquellos
gauchos de gesto adusto y mirada melancólica, buscaban algún regocijo en la
ginebra, después de la extenuante jornada. En busca del sosiego, llegaban al
club social Ciencia y Sudor de Tapalqué, donde el encargado del bufet era mi
tata. Yo, el mayor de sus vástagos, con apenas once años, lo ayudaba en
pequeñas tareas. Tengo vivos recuerdos de esa época: el aroma rancio de la
estufa quemando querosene, el murmullo fuerte de aquellos gauchos entreverados
en discusiones infinitas, algún audaz rasgando la viola que estaba siempre
disponible entre las mesas, y algún que otro perro que se colaba para
rastrillar el suelo en busca de algo pa’ comer. Así eran las tardes, muchos chupaban
y morfaban al fiado, que abonaban religiosamente cada viernes.
Aquella
tarde había pocos parroquianos –cinco, pa’ ser más preciso– sentados a la vera
de una mesa redonda al medio del salón. Ya habían suspendido el truco por falta
de confianza. De repente, vimos frenar un auto muy lujoso, de esos importados
que saben andar los estancieros. El conductor, un flaco muy alto y bien
empilchado, se bajó y corrió a abrir la puerta de atrás mirando pa’ dentro del
bar con cara de desprecio. Bajó un tipo más alto que el chofer, con un
sobretodo negro cubriendo su impecable traje también negro, zapatos lustrosos y
sombrero de ala ancha negro, como no podía ser de otra manera; sólo desentonaba
la camisa rojo sangre.
El
tipo trajeado intercambió dos palabras con el chofer y entró al local muy
sonriente.
—Buenas
y santas —les dedicó el saludo a los gauchos en la mesa redonda, quitándose el
sombrero y descubriendo una cabellera larga y dorada como yo no había visto
jamás de los jamases.
Lo
miraron con la desconfianza con la que se mira a un extraño. Ignorando las
miradas, el tipo se sentó en un lugar disponible entre los gauchos y pidió una
ginebra.
—No
se limite, buen hombre. ¡Traiga la botella y, por favor, incluya una picadita
de salame, queso y pan para los muchachos! —le gritó a mi tata, que lo miraba
como deslumbrao desde atrás del mostrador.
Los
cinco lo miraron de reojo, aunque ya con más simpatía.
—Se
agradece el gesto —rompió el silencio Froilán.
—No
tienen por qué —respondió rápido el extraño—. Unos sacrificados trabajadores
rurales como ustedes merecen más reconocimiento.
Ya
sumado el extraño a la ronda, se los veía charlar muy animados. Yo no sé qué
les diría el gringo, pero los vi reírse por primera vez esa tarde. Por ese
entonces apenas llegaba a asomar los ojos por encima del mostrador. Me acerqué
a la mesa, me daba mucha curiosidad esa charla; no sin temor, porque aquel
desconocido me daba miedo. Se había apoderado de la guitarra y les lanzaba coplas
a los presentes. No recuerdo haber escuchado que naides sacara semejantes
melodías de aquel viejo instrumento. El lagrimal de mi tata se aflojaba más con
cada nota. «Puta, bicho ‘e mierda» decía refregándose el ojo con el canto de la
mano, como para justificar las lágrimas sin perder la hombría, ¿vio?
Cuando
terminó de cantar, hubo un silencio. El extraño sirvió ginebra en cada vaso.
—No
es bueno para el hombre beber solo —dijo y levantó el suyo hacia el centro de
la mesa.
—Salú.
—Le chocó el vaso Froilán y apuró el trago. Todos hicieron lo mismo.
—No
es verdad ni está escrito en ningún lado que por pobre uno debe sufrir siempre
—arrancó diciendo el gringo—. Se puede vivir del trabajo propio y cumplir ese
anhelo que todos tenemos. ¿Qué dirían ustedes si yo les digo que puedo ayudar a
que su vida sea más feliz?
Los
gauchos, ya un poco afectados entre la ginebra y la emoción de la música, se
miraron entre sí. Su vida era muy dura, era cierto y esos sueños que tuvieron
alguna vez, muy lejos habían quedado.
—¿Y
có-có-cómo se-se-sería eso? —Quiso saber el Tarta Gómez, hombre de grandes manos
callosas y mecha corta.
—Bueno
—explicó el gringo— yo les ofrezco algo que ustedes desean mucho, y a cambio yo
solo les pido algo insignificante, casi sin valor para ustedes, pero que para
mí es de suma importancia.
—¿Qué
se-se-se-ría eso ta-ta-tan barato que a u-u-u-usted le si-si-si-sirve tanto?
—insistió el Tarta.
—Es
algo que hasta el día de hoy ni siquiera habían considerado que existiera. Una
«extensión» de ustedes de la cual pueden prescindir y seguir con sus vidas,
como si fuera el apéndice. Tiene varios nombres, ustedes la conocen como alma
—les dijo muy serio mirando a cada uno a los ojos.
Lo
miraron como si se tratase de un loco. Froilán decidió tirar un poco más de la
cuerda, aunque más no juera que por romper la monotonía de aquella tarde:
—A
ver si le entiendo, jefe. Usted dice que me puede cumplir cualquier deseo, y a
cambio me pide mi alma. ¿Es así? Pero solamente hay uno que puede ofrecer un
trato como ese, y usted, mi amigo, no se le parece en nada —le dijo al gringo
golpeando con la palma de la mano en la mesa.
—Usted
tiene razón, acertó en su deducción. Yo soy ese que usted dice. Muchos nombres
me han dado a lo largo de los años. Por estos pagos me conocen como Zupay o
Mandinga. Soy la estrella más brillante del amanecer y, créame —le dijo
mientras lo apuntaba con el índice—, soy el único benefactor de la humanidad.
Así que, si les ofrezco esta única oportunidad de cambiar sus vidas de mierda,
háganse un favor y acepten la oferta —los increpó poniéndose de pie y golpeando
la mesa.
De
inmediato todos se levantaron violentamente tirando algunas sillas. Yo quise recular,
tropecé con un perro y me caí de culo. En ese mismo instante, el Tarta le
acomodó un cortito justo en la nariz al extraño, que, trastabillando, se cayó sentado
en el suelo, como yo. Ya los gauchos se disponían a darle un escarmiento al
supuesto Mandinga ese, cuando de repente se abrió de par en par la puerta del
bar y entró su chofer. Tenía las manos como garras, la boca abierta enseñando
los dientes amarillentos y, juro por lo más sagrado, en lugar de ojos tenía dos
brasas.
A
punto estuvo de abalanzarse sobre los gauchos, pero un gesto del extraño, que
seguía en el piso, lo frenó en seco. Se pasó la mano por la nariz y se vio su
propia sangre, la probó con su lengua y sonrió. Levantó la mano y chasqueó los
dedos. Al instante entraron dos jóvenes y voluptuosas mujeres, una pelirroja y
una morocha, vestidas con ajustadas pilchas que traslucían un cuerpo hermoso.
Lo ayudaron al Mandinga a incorporarse. La morocha levantó el sombrero del
suelo y, mirando fijo al Tarta, le sonrió sensual. Las chicas lo ayudaron a
llegar al auto y se metieron al asiento de atrás con él. El chofer los siguió
y, lanzando una mirada amenazante a los gauchos, subió al auto. Antes de
arrancar, bajó la ventanilla y se asomó el gringo diciendo:
—Todas
sus miserables vidas se van a arrepentir de la oportunidad desperdiciada hoy.
—Si
en vez de vos hubieran bajado las chinitas a hablar con nosotros, ¡te hubieras
llevau hasta el alma de los perros, gil! —gritó fuera de sí mi tata, entre las
risas de los paisanos.
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