En el barrio del Olimpo, Dios ha muerto
La estoy esperando en la esquina, sé que va
pasar por acá. Al verla aparecer me traiciona la ansiedad y le grito mientras
cruza la calle. Se distrae y no ve a los motochorros, que le arrancan la
mochila dejándola tirada en medio de la calle. Sin pensar, como un reflejo,
corro a ayudarla. Tan rápido que no veo el camión que viene al mango…
Me
despierto dando un grito. Miro por instinto la otra mitad del sommier, sigue
vacía. Aunque unas cuantas mujeres han habitado ese lado de la cama, el
recuerdo de Gaby está tatuado en el colchón. Me levanto y ya frente al espejo
del baño, observo mi cara lavada. La soledad le va haciendo estragos.
Aristóteles, mi gato, viene a saludarme
mientras remuevo el café instantáneo. Le devuelvo el saludo con un gesto de la
cabeza. Con el pie lo empujo de la silla, maullando su protesta se aleja.
—Ese bicho a vos te
quiere—solía decirme Gaby.
—¿Este? Que me va a
querer. Soy su dispenser de Wiskas nomás—le porfiaba yo.
La
mañana se va ofreciendo cual amante ansiosa. Yo me cuelgo pensando en la
pesadilla que me despertó. El departamento desordenado como siempre, cosa que le
embolaba a ella. Libros sin terminar de leer, ropa interior, bordes de pizza al
lado de la vieja Remington. Se destacan desparramados, los restos de la orgía
de tinta y pulpa de madera que ocurrió anoche. Decenas de hojas escritas a
máquina, palabras estampadas con borrachera y desesperación. Como decía Hemingway:
“Escribe borracho, edita sobrio”. Habrá
que releerlas y aprovechar lo que tenga algún sentido: el resto son pedazos de
alma que se me salen por la punta de los dedos. A esos mejor dejarlos guardados
en lugar oscuro y fresco.
Mi agente literario cree que estamos
cerca de un gran éxito. Yo creo que mejor me busco otro agente. Ya tengo las
pelotas hinchadas y cuando uno llega a eso, lo ha entendido todo. A veces me
imagino un futuro lleno guita, placeres, lujos, putas y todo lo que uno puede
desear. Pero la pared descascarada del palier, me recuerda que vivo otra realidad.
Aunque cambiaria mis sueños de fortuna, por una oportunidad más con Gaby.
El barrio donde vivo, es uno de esos lugares
mitológicos. Una especie de Olimpo habitado por dioses olvidados, sucios, capaces
de milagros de poca monta. Un refugio a donde ir cuando todo lo demás falla. Un
lugar con sus propias leyendas y héroes. El sistema nervioso del barrio, si
tuviera uno, pasa por la verdulería de Damián. Todos convergen ahí, si quiero cruzarme
con ella, es el lugar indicado.
Después
de sortear los improperios y groserías del corpulento diariero tuerto, vienen los
cantos de sirena de las travestis de la plaza. Más de un repartidor de gaseosas
se ha perdido siguiendo esa melodía. Soy como Odiseo atado al mástil de un Tirreme.
Pero sin esclavos que lo impulsen. La marea me sacude, me va llevando.
Al
final, mareado y confundido llego a mi destino. Damián, el verdulero pseudo filósofo,
me recibe amistoso. El enorme ejemplar de “Obras
Completas de Nietzsche” en la vidriera, justo entre los cítricos y las
berenjenas, te da la pauta de estar en un lugar especial. Tiene las paredes decoradas
con frases típicas de Facebook: “hoy no sabía que ponerme y me puse feliz” y
pedorradas por el estilo. A su clientela le encantan. El sound track lo pone la Radio Popular. Suena de fondo el cuartetazo
a full. Yo tomo mates con él, entre chisme y chisme, espero que aparezca mi
amada.
—¿Por
qué tan caros los pimientos rojos Damián? —Despotrica una vieja.
—Que
quiere que le diga doñita, es como el Tao, si se pudiera explicar no sería el
verdadero Tao, ¿vio?
Le tira
así de la nada, ante el total desconcierto de la impresionada clienta. “La puta
que te parió Damián”. Como un Lao Tsé moderno, conecta la mística oriental del
universo con el precio de los pimientos.
Mientras
le devuelvo el mate (ya lavado), entra a comprar Gaby. La razón por la que
estoy acá hace tres horas. Ella fue… bueno es, el gran amor de mi vida.
Estuvimos juntos cuando éramos jóvenes, y yo era más pelotudo. No supe
cuidarla, abuse de su paciencia y se hartó de mí. Así fue que un Domingo por la
tarde me mando a la mierda. Nunca más me enamore de nadie.
Tiempo después se casó con un tarado, no duró mucho.
Sé que ahora está separada. Que volvió al barrio a la casa de su madre. Que tiene
un varoncito de cuatro, que llamó Marcelo, como yo.
—Hola, Gaby—la saludo con una sonrisa.
—Hola—así
a secas, sin mirarme siquiera.
La frialdad de su indiferencia es una katana
cortando el acero. Damián nos mira con esa media sonrisa que tienen los que esperan
que pase algo. Ella le dedica toda su atención al verdulero. El corazón a mil
pulsaciones. Las tripas, son un nudo gordiano. Es mi momento de decirle que:
ayer camine por las calles que solíamos frecuentar, y casi alcanzo al fantasma
de lo que fuimos.
Pero, cobarde como soy, me quedo mudo. Sonriendo
como idiota. Tres minutos después termina su compra. Se gira para salir. En cuanto
cruce la puerta, todo habrá terminado.
Sé que debo actuar, que el mundo es de los que
se animan. Pero el mutismo culposo, me impide cualquier sonido. Ella traspone
el portal, el sol la recibe con un abrazo tibio, y la acompaña hasta su casa como
un caballero.
Para mí, su silencio
es el equivalente a recibir una andanada de piñas. De esas que te tiran varios
metros afuera del ring. Como las que le aplicó Firpo a Dempsey. Pero a diferencia
del yanqui, a mí ni el público, ni el árbitro me ayudan a levantarme. Si en el
Olimpo, el amor es un dios, Damián tiene razón; “Dios ha muerto”.
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