El Blues, el Diablo, y los Valcesitos Criollos.



         El Blues, el Diablo y los Valsecitos Criollos


“Es una ley del diablo y los fantasmas. Allá por donde logramos entrar hemos de marcharnos. Para lo primero tenemos libertad, de lo segundo somos esclavos.”                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                         Fausto.


    Camina nervioso, de un lado a otro de la vereda. Hace el frío que se supone que haga en julio, la oscuridad de la noche y la tenue llovizna completan un cuadro tenebroso. Se levanta la solapa del saco para cubrirse el cuello, se frota las manos para calentarlas, no hay un alma afuera. Solo el brillo que deja la lluvia sobre el adoquinado de la calle Tucumán y un gato negro que la cruza en diagonal, son su compañía en la solitaria casi media noche.
Consulta nervioso su reloj de muñeca, faltan cinco para las doce. Se lamenta, vuelve a frotar sus manos mirando en dirección donde se supone vendrá lo que espera.
Lleva pocas pertenecías; unos caramelos de eucaliptos, unos papeles con garabatos, algunas pocas monedas y una estampita de San Cayetano. Además de sus dos tesoros más preciados, su vieja guitarra criolla, guardada en un estuche de cuero negro más viejo aún, y la foto de Laura la mujer de sus sueños. Saca la foto y la mira una vez más, esto le da ánimos para la temeraria empresa que le espera.
Un padre celoso es el principal obstáculo entre él y su amada. Todavía resuenan en sus oídos los reproches de el viejo cuando juntando coraje se presentó en casa de Laura a pedirle la mano de esta.
—Volvé cuando tengas empleo seguro—le recrimino Don Tito, el padre de Laura.

—Mi hija no se morirá de hambre eso te lo aseguro. 

La enorme puerta de madera de la casa de Laura se cerro en su cara, tuvo claro que algo debía hacer y rápido.

  Víctor competía por la mano de Laura con Carlitos hijo de Don Jaime el Farmacéutico. Deportista, estudioso, bien empilchado y peinado siempre. Además encaminado a ser farmacéutico como su padre. Todo lo que Don Tito buscaba para su hija.
  En esta desigual carrera Víctor tenía todas las de perder, se esforzaba en trabajos temporales, pero lo suyo era la música. Era un bohemio y soñaba con que su voz conquistara los oídos y corazones de la gente. Por ahora, bien lejos estaba de aquel sueño no por falta de talento, sino que en todas las épocas para un artista el camino siempre ha sido difícil.
Él sabía que el corazón de Laura era suyo, pero con don Tito de por medio eso era lo de menos. Así afligido por su drama amoroso, pasaba sus días tratando de encaminar sus sueños y forzar algún encuentro con Laura, a escondidas de su padre claro.
Un día un famoso músico que visitaba la ciudad, recaló en el bar donde era mozo Víctor, le conto una historia, la de un tal Robert Johnson, un negrito oriundo de Misisipi que la rompía con la guitarra y con su particular forma de cantar, tanto que hasta los blancos compraban sus discos, en un país donde los negros no eran muy queridos. Aparentemente su éxito provenía nada menos que, de un pacto con el Diablo, en algún solitario cruce de caminos de Misisipi.




Esta historia fascinó a Víctor, y finalizada su jornada corrió hasta el bar <<del gallego>> a contarles su idea a sus amigos de toda la vida.
El bar del gallego era el punto de reunión. No importaba la hora, ni el día de la semana, si había algo seguro es que alguno o todos los miembros de la barra estarían entre los parroquianos. Dándole al vermut, el vino con soda, u orejeando algún gastado mazo de naipes en algún chinchón o truco. La variopinta fauna que componía la barra de la calle Sospecha merece un capítulo aparte. Solo diremos que entre sus más preciados cuadros había: obreros, poetas, estudiantes, artistas, filósofos de bar. Juntos daban forma a ese grupo humano encargado de dar contención a el alma de sus miembros y solucionar los problemas del mundo, <<pero con mirada de barrio>>, como ellos solían decir.
 Víctor, llego buscando esa contención y a solicitar la inestimable ayuda del grupo. Pacientemente les contó la historia del negrito Johnson, y les explicó su plan para reunirse con Mandinga, y pedirle un favor similar a cambio de su alma.
— ¿Y porque no le pedís directamente que te dé el amor de ella?—Pregunto pragmático como era el gordo <<ampolla>>.
—Eso no es necesario, su amor ya es mío, el que se opone es don Tito, su padre, por ser yo un muerto de hambre­—le respondió Víctor tratando de no perder la calma.
El plan en sí era bastante simple; encontrar al Diablo, pactar con él para triunfar rápidamente con su música a cambio de su alma. Eso sí con algunos cambios, ya que el Blues no era lo suyo, su talento y pasión estaban en los valsecitos criollos. De hecho era muy recordada la anécdota cuando junto a toda la pandilla, fueron al balcón de Laura una noche a darle una serenata. Pero pifiaron el balcón, la casa, y la cuadra de Laura, y terminaron recibiendo todo tipo de improperios de don Manolo el almacenero. Debieron huir por Roma a contramano perseguidos por los hijos de don Manolo en ropa de cama. Cuando Laura se enteró del penoso incidente se murió de amor por Víctor.
Pero volviendo al bar, toda la barra estuvo de acuerdo que el plan era simple. La principal dificultad, según concluyeron, era encontrar al demonio. Aun así si este estaría dispuesto a escuchar siquiera su propuesta, o por la osadía de invocarlo los arrojaría sin mediar palabra al suplicio eterno.
Valientes y románticos como eran, decidieron que a pesar de los peligros que supone ir al encuentro del príncipe de las tinieblas, ayudarían a Víctor a concretar su plan. La siguiente tarea era decidir cuál de los posibles cruces de camino seria el correcto para invocar a Satán.
—Yo creo que debe ser Colón y General Paz—dijo Cesar el eterno estudiante de Abogacía.
—No, muy obvio. Habría cola para pedirles favores al Diablo. — sentencio Hipólito el poeta.
—Será una esquina del barrio. —sugirió ampolla.
Y así, el intercambio fue subiendo de todo hasta convertirse en un inentendible griterío en el que todos querían tener razón.
—NO SEAN NABOS— se impuso el grito de Alfredito al tumulto reinante.
Alfredito era un tierno personaje barrial, quien sostenía que Dios le había encomendado la tarea de inventariar toda la basura del mundo.



Todos giraron la vista hasta el fondo del bar donde Alfredito solía tomarse una ginebra al final su extenuante jornada de inventario.
— ¿Qué decís Alfredito, querés un sopapo?— le gruñó el flaco Luis.
—Dejalo que hable en cuestiones divinas, él sabe más que nadie. —dijo irónico el poeta.
— ¿No se dan cuenta?, esa ubicación del cruce de caminos, funcionará muy bien en Mississippi. Pero acá en Córdoba la cosa es distinta— les escupe Alfredito con esa media sonrisa sobradora y misteriosa que tiene los que la saben lunga.
— ¿Y cómo sería entonces? — le preguntó curioso Víctor.
—Ah, todo el mundo sabe que si querés pedirle algo al diablo en esta ciudad, debés esperar el tranvía número cinco. En la parada de Tucumán casi Colón, el segundo miércoles de cada mes, exactamente a las doce de la noche. —Aseguró Alfredito sin pestañear.
—Que boludez— Sentenció Ampolla incrédulo.
—En ese tranvía viaja el diablo. Tenés tres paradas de tiempo para pedir lo tuyo. — dijo el loco mirando a los ojos a Víctor.
— ¿Seguro?
—Como que anoche se tiraron ciento ochenta mitades de naranjas exprimidas a lo largo de la calle Viamonte.
El grupo cruzó miradas. Todos sabían la conexión con Dios que decía tener Alfredito, y ante la falta de una mejor propuesta se dispusieron a ir en busca de ese tranvía infernal.
<<Para que se dé el encuentro el interesado debe ir solo. Portando sus objetos más preciados y por las dudas bien vestido. También es necesario tener en claro el trato a proponer al Príncipe de las Tinieblas>>.
Estas instrucciones se las detallo cuidadosamente la bruja del pasaje Antranik a cambio de unas monedas. Pero les advirtió de lo traicionero del diablo: <<Siempre cumple sus promesas, pero no suele ser como uno lo espera>>. Les gritó desde el Porche de la casona mientras la barra se alejaba.
Vuelve a consultar el reloj. Ahora faltan dos minutos para las doce de la noche, los nervios lo consumen, se toca el bolsillo interno del saco (donde está la foto de Laura). Junta sus manos en torno a su boca y sopla para calentárselas, camina hasta el cordón de la vereda, vuelve a donde estaba.
Coloca sus heladas manos bajo sus axilas, temiendo que se congelen. En la ventana de la casa del frente una mujer cepilla su pelo frente al espejo con mirada triste, la escena lo distrae y absorbe su atención. De repente, el ruidoso rodamiento del tranvía rompe el silencio, deteniéndose frente a él. Presuroso toma el estuche de su guitarra, y de un salto se trepa al vehículo que retoma la marcha a las doce de la noche en punto.
Paga su boleto, se fija en el pasaje; solo el motorman, él, y un pelado alto con cara de malo, vestido con un mameluco de mecánico va sentado en el último asiento. <<Esperaba cuernos y olor a azufre>> —piensa, algo decepcionado. No duda de lo que debe hacer, lo ha ensayado en su mente mil veces. Saca un caramelo de Eucalipto y se lo mete a la boca, encara al pelado que está compenetrado en la lectura de un viejo libro encuadernado en tela. <<Será un libro infernal>> —piensa Víctor.

Al pararse Víctor junto a él, el pelado levanta la vista y lo mira extrañado, enarcando una ceja. Si de lejos tenía cara de malo, de cerca daba terror. Víctor se quedó sin voz del susto. <<Tengo solo tres paradas>>. Se acerca más al pelado y por fin le dijo:
—Hola, Señor Lucifer.
— ¿Qué dijiste, pelotudo? —Le contesta el temible calvo.
—Vengo a negociar mi alma, por un favor suyo, claro. —Prosiguió, haciendo caso omiso del insulto.
— ¿Sos cómico?, !Tomatela!. —Fue toda la respuesta.
—No, Señor Lucifer, soy músico, no cómico. —Insistía Víctor, incapaz de ver su error.
—Dejame tranquilo, loco de mierda. —Le gritó el pelado, poniéndose de pie.
Por suerte para Víctor, lo tomó por loco, y sin dejar de mirarlo nunca, se bajó en la siguiente parada.
Ahí se quedó parado mirando como el pelado se bajaba del tranvía, sin saber que había hecho mal. Se sentó en el asiento que antes ocupaba el agresivo calvo, con la mirada perdida. Se puso en marcha otra vez el tranvía, y se escuchó una estruendosa carcajada que provenía de la cabina del chofer.
Pasando el puente sobre el Suquía, el tranvía se detuvo,  Víctor tuvo la sensación de que el tiempo también se detenía, aunque no podía asegurarlo. Sin dejar de reírse el motorman abandonó su puesto, caminó hasta Víctor, y se sentó en el asiento frente a él, pasillo de por medio.   De impecable uniforme blanco, corbata negra, pelo corto rubio, peinado a la gomina, y dientes perfectamente blanco.
—Perdóneme que me ría, siempre le gasto la misma broma a los incautos que vienen a verme —Le confesó con una amplia sonrisa el chofer.
— ¿Y quién es usted? —Lo interpeló Víctor.
—Me han dado muchos nombres a través de los años.  Aunque mi padre me llamó Samael, pero usted puede decirme como quiera, soy el que usted vino a ver. —Le dijo sin perder la sonrisa.
— ¿Usted es Lucifer?
—Por así decirlo…
—Tengo un trato que proponerle
—Naturalmente—Respondió el rubio.
—Verá, soy músico, y…
—Deténgase ahí. —Le ordenó <<el adversario>>. — ¡Por fin un músico!, parece que en esta tierra maldita sólo habitan poetas cornudos y tristes, con ansias de gloria. Pero un músico, eso es otra cosa…
—No sabía de su gusto por la música. —Le dijo sorprendido Víctor.
—Eso es porque usted lee mucho la biblia, en ese pasquín solo hablan mal de mí, prensa amarilla le llaman.
— ¿Le cuento entonces mi propuesta?
—Me imagino que no está aquí para pedirme la fórmula de la fusión fría, ni para sondar en los secretos del universo, siendo usted un músico debe querer triunfar en lo suyo… ¿No?
— ¿Fusión qué?, no importa, claro que quiero triunfar, y quiero que a la gente le guste.
—Y tiene que ver con una mujer… —Le dijo el diablo mirándolo fijamente y en tono burlón.
Asintió con la cabeza Víctor, un poco avergonzado.
—No se avergüence hombre, amar es lo más sublime que tiene su especie, masoquista, pero sublime.  Deje que un servidor le ayude.
—Leí por ahí que le gusta el blues —Dijo Víctor para cambiar un poco el tema.
—Así es, me encanta.
—Pero mire que lo mío son los valsecitos criollos. —Lo previno Víctor.
—Lo sé, por eso lo voy a recomendar con un buen amigo mío. Tome, vaya a este lugar. —Le tendió una tarjeta blanca con una dirección en letras negras.
—Gracias. No vaya a pensar que soy desconsiderado, pero ¿Qué hago con esto? —Preguntó Víctor señalando la tarjeta.
—Preséntese en esa dirección el viernes, usted y su viola. —Le dijo Satán señalando el viejo estuche.
— ¿Qué es ese lugar?
—Es una peña en el barrio de Alberdi, el lugar es un infierno, créame. —Le respondió sin poder contener la risa ante la cara de susto de Víctor. —Ahora baje, vaya y triunfe, yo lo voy a ubicar cuando sea el tiempo de llamarlo. Le señaló con el dedo su casa por la ventanilla del tranvía.
Víctor no entendía cómo llegó a su casa. Tampoco discutió mucho con Mandinga, quiso saludar, pero el tranvía se alejaba, dejando una densa niebla blanca tras de sí.
Ese viernes se presentó. No hizo falta decir nada, lo estaban esperando. Junto a sus amigos, la inseparable barra de la calle Suipacha, coparon el lugar, y verdaderamente su vida artística comenzó esa noche.
El tiempo le dio la razón al hijo díscolo del creador. Víctor se hizo famoso, tanto por la profundidad de sus letras, como por el tono dulce de su voz. Sus discos eran los más vendidos, y con ello vino la bonanza económica.
¿Y Laura?...
Laura se casó con el hijo del farmacéutico, como quería su padre, tuvieron tres hijos varones y nunca fue feliz.
Víctor malgastó junto a sus amigos la fortuna y la juventud. Con el tiempo, melodías de otras tierras se fueron adueñando de los oídos y corazones de las nuevas generaciones.
En su hora límite, un tranvía infernal se presentó en la casa de Víctor. Éste, desde la vereda y con ambas manos en los bolsillos le reclamó a Lucifer el engaño.


— ¿Engaño? —Preguntó Satán— ¿Cuál engaño? Usted triunfó e hizo fortunas, sobre el amor nadie tiene poder, se llama libre albedrío. Ella lo amaba, pero eligió la obediencia a su padre.Víctor se encogió de hombros y subió resignado al tranvía.

Todavía hoy, los segundos miércoles de cada mes, cerca de la media noche, aseguran los borrachos que se escuchan estridentes rodamientos acompañados de unos acordes de valsecitos criollos, cantados por una dulce y triste voz.



Comentarios

  1. ¡Hermoso cuento! Uno de los tuyos que siempre me gusta leer, pero mucho más me hubiera gustado que se me ocurra a mi, ja!
    Felicitaciones!

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