Osvaldo
Entre fines de los ochenta y principio de los noventa, tuvo
su momento de fama. Sacudió el polvo de las librerías con dos novelas. Aunque
la crítica lo defenestró, los lectores lo consagraron: era una brisa fresca en
el pesado ambiente literario argentino. Se volvió un escritor de culto.
Hace rato que no publica nada, pero goza de un prestigio
bien ganado en ciertos círculos. Quienes participamos de su taller, aspiramos a
colgarnos de sus logros y absorber su prosa mágica, que él se encarga de
dosificar muy a cuentagotas. La mayoría de nosotros creció leyéndolo y sueña
escribir lo más parecido a él.
Le llevé la novela en la que estuve trabajando siete meses.
Fue muy difícil escribirla en los escasos tiempos muertos. Muchas veces debí
decidir entre dormir y escribir. Si no podía, me sentía con culpa por no haber
escrito nada ese día. En fin, sabía que tenía cosas que pulirle, pero estaba
satisfecho. Esperaba ansioso su devolución.
Al entrar al taller, él ya estaba sentado en la cabecera de
la enorme mesa de pino. Su aspecto siempre me pareció más el de un carnicero
que el de un intelectual. Su cara, redondeada y rechoncha, atravesada por un
espeso bigote y sus diminutos lentes para leer de cerca, acentuaba el grotesco.
Pero, como a todo buen libro, no se lo debe juzgar por la tapa.
—¿Y, Osvaldo? ¿Pudiste leer mi novela? —Apenas entré lo
ataqué con mi ansiedad.
Él me mira por arriba de los lentes, sin levantar la cabeza.
—Sí. Mirá, yo ya estoy grande para esta mierda —me largó sin
anestesia con esa voz profunda. Toda la estantería se me cayó de golpe.
—¿Por qué me decís eso?
—Ciento cincuenta páginas y no me emocioné ni una sola vez.
Es más, te diría que el diario es más emocionante que esta cosa. —Golpea con el
índice la pequeña pila de hojas en la mesa.
Tardé unos momentos en dilucidar si me estaba hablando en
serio o si me hacía una broma. Su gesto adusto, casi enojado, me hizo entender
que la cosa era muy en serio.
—Pero, Osvaldo, ¿cómo me decís una cosa así? —traté de
protestar—, sabés que para mí lo más importante es escribir.
—Puede ser, pero a esta cosa no le diste bola, y te quedó
así: un montón de palabras intrascendentes, adornadas con metáforas bastante
pelotudas.
El tipo que más admiro me estaba diciendo que los últimos
siete meses me la había pasado boludeando y que mi obra era un rejunte de
pelotudeces. Estaba al borde del colapso nervioso. La garganta se me anudaba,
así que solo atiné a responderle de modo hiriente:
—¿Qué sabrás vos del sacrificio que es para mí escribir? Dos
trabajos tengo, un hijo en camino y una vida. Me he pasado noches sin dormir
escribiendo. Me amanecí con la cabeza sobre el teclado, me perdí eventos,
reuniones y salidas. Todo para que vos vengas y digas que es una bosta. Yo
tengo oficio, ¿sabés? Le dedico lo que más puedo. Al menos podrías respetar eso,
¿no? Pero claro, vos sentado en tu pedestal te creés superior. ¿Hace cuánto no
publicás?, ¿veinte años? ¿No será que te da cosa que tus alumnos progresen?
—Mirá, esto no es para calientes —dijo calmadamente—, pero
ya que estamos te voy a decir algo que te va ahorrar años de sufrimiento al
pedo: si no tenés un sol acá adentro —se toca el pecho con el pulgar—, si no
sentís que ese sol te quema las entrañas, sin importar si es de día o de noche,
entonces vos no sos escritor. Quizás tenés un pasatiempo, pero no sos escritor.
Ahora, si tu día no termina hasta que hayas escrito al menos cien palabras, y
esas palabras te cuesten terminar con el alma hecha una llaga, entonces ahí
podemos hablar de escribir. Pero, oíme bien, no hay excusas, ni sacrificios.
Nadie escribe en una sala insonorizada de una mansión. Tenés que terminar cada
frase con el orto en la mano, ¿me entendés? ¿Oficio? Hacete albañil si querés
un oficio. Escribir no es ningún oficio, ni vocación —golpea mis papeles con el
índice otra vez—: esto es un amor, ¿y a dónde viste vos que un amor sea fácil?
Tomá, llevate esta cosa. —Me tira la pila de hojas—. La semana que viene me
traés los cinco primeros capítulos, y más vale que me hagás llorar como una
vieja.
Agarré presuroso las hojas y las guardé en la mochila con
gesto de enojo.
—No sé si vuelvo —le dije más por no quedarme callado que por
otra cosa.
Me di media vuelta para salir y su voz retumbó en la sala
vacía:
—Veintitrés.
—¿Qué? —le pregunté sorprendido.
—Veintitrés años hace que no publico. Pero escribo todos los
putos días de mi vida —dijo con la cabeza gacha sobre otra pila de hojas.
Me fui lo más rápido que pude. Mientras bajaba las escaleras,
me temblaban las manos y no podía evitar que me cayeran las lágrimas. Estaba
furioso, pero ya no sabía si con él o conmigo.
***
Fue una semana muy intensa. Más allá de todo lo físico, emocionalmente
estoy agotado. Cada oración de estos capítulos tiene puesta mis entrañas. Si
esto no es suficiente, no sé qué lo sea. Cuando abro la puerta, Osvaldo está
solo anotando algo en un cuaderno. Levanta la vista y hasta parece alegrarse de
verme. Lo saludo muy distante y le doy el montoncito de hojas que traigo en la
mano.
—A ver, che —dice mientras ojea los primeros párrafos.
Poco a poco se va ensimismando en la lectura, que parece
haberlo atrapado. Yo me quedo como un granadero en mi lugar esperando algún
gesto, algún anticipo de su veredicto. Mientras lee se abre la puerta del aula
y entra en tropel otro grupo de gente del taller. Murmuran fuerte, se ríen,
corren las sillas, hacen bastante quilombo. Osvaldo pasa a la tercera hoja sin
inmutarse. Las personas que entraron se dan cuenta de que soy un cuerpo extraño
en su clase. Me miran y lo miran a él con la misma expresión de duda.
De repente, Osvaldo levanta la vista por arriba de sus
lentes diminutos y parece haber un brillo en sus ojos. Me mira con expresión de
padre orgulloso y dice:
—Oigan todos, esto que están viendo —me señala a mí—, esto,
es un escritor.
Después me mira directo a los ojos y me dice:
—Dejame la copia, la voy a leer en casa, no me gusta llorar
delante de la gente. —Se sonríe con ganas—. Andá a seguir escribiendo y traete
otros cinco la próxima semana.
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