Bajo un sol aplastante



                                                      

Diciembre en el norte cordobés. En el rancho de Ernesto Albarracín, hasta las gallinas se niegan a abandonar la sombra del único chañar frondoso. Don Ernesto, como lo conocen sus pocos vecinos, pasa sus días entre sus gallinas, unas pocas cabras y alguna changa que pudiera realizar.
Su compañero Batuque, un viejo perro guaso, atestigua bajo la sombra del chañar cómo pasan las horas con exasperante lentitud. Solo las pulgas lo obligan a cambiar de posición cada tanto para rascarse. No hay mucho a qué ladrar por aquel paraje, solo cuando pica el bagre, reclamando alimento, o la ocasional visita de un testigo de Jehová.
Casi todo lo necesario para subsistir lo tiene cerca del rancho, así que evita lo más posible las idas al pueblo bajo ese sol aplastante. Poco más de tres kilómetros separan el rancho de Ernesto del poblado de Lucio V. Mancilla. Los suele cubrir en su bici, cuando se hace atender la diabetes en el centro médico.
Ernesto no es un viejo, pero, como a todos los habitantes de las salinas, es imposible calcularle la edad. El sol y la sal empujada por el viento le han curtido y tallado el rostro durante toda su vida haciéndole aparentar más edad de la que tiene.
En los ochenta hubo mucho movimiento en la zona. Trabajó en las salinas (como casi todos por acá). Diariamente, iba «al blanco», como le dicen los lugareños, con la yegüita (palo de madera con una horquilla). Con ella rompía la sal y paleaba todo el día. No es que ganara mucho, pero le alcanzaba para vivir. Hoy, ya casi sin actividad industrial, sobrevive con una pensión por invalidez a causa de su diabetes.
 Es una mañana muy clara y decide, a pesar del calor, atravesar los tres kilómetros hasta el poblado. Necesita la medicación para su enfermedad. Como no tiene receta, se tira el lance a ver si la enfermera le da las pastillas. Por la huella reseca, va en la bici levantando una leve polvareda. Una vieja gorra de jean con logo borroneado le cubre la cabeza del fuerte sol de media mañana. Su amigo Batuque no lo acompaña como antes, solo lo sigue con la mirada hasta que a Ernesto se lo traga el paisaje.
                                                                          ***
—No puedo darle las pastillas sin receta, don Ernesto. —La enfermera es tajante.
—Dele, mija. Mire, me vine en la bici con este calorón, no me haga venir de nuevo —ruega Ernesto en vano.

—No me insista, don: puedo perder el trabajo. Mañana es jueves, viene el doctor, él le puede hacer la receta. —Abre la puerta del consultorio y llama al que sigue.
Ernesto se resigna. Que no le dieran las pastillas era una posibilidad, pero no iba a ser al vicio el viaje en bici. Decidió matar la sed en el barcito junto a la estación de servicio.
El bar está medio desierto: desde que no se fía, ha mermado la clientela. Dos jubilados beben ginebra y conversan sobre el pasado de esplendor de Mansilla. Él pide un porrón y maní. El frescor de la cerveza alivia el calor, limpia el polvo y la sal en su boca. Tres porrones más tarde, decide que debe volver al rancho. Con mucha dificultad sube a la bici. Se siente ligero, pero la bebida con el estómago vacío le ha pegado mal.
Unos perros echados son testigos involuntarios del zigzagueo de Ernesto en la bici: dos veces estuvo a punto de caerse.
 Divertido, suelta unas carcajadas. Logra estabilizarse y se hace a la ruta, dobla por la huella que lo lleva directo a su rancho. Pero no se percata de que no es el camino correcto. Avanza un trayecto, no sabe cuánto; se siente mareado, pero no para. Intuye que ya está cerca de su casa y quiere llegar.
El mareo se acentúa y, de repente, tiene un pequeño momento de lucidez: se acuerda de que hoy no ha tomado la medicación y nota que la cerveza ha hecho que se le baje el azúcar en sangre peligrosamente. La adrenalina comienza a disipar los vapores del alcohol. Decide seguir, cree estar cerca de casa. Debe llegar, comerse unos masticable y echarse un rato, ya le ha pasado antes.
Cuando empieza a tranquilizarse, cae en la cuenta de que no es el camino correcto a su rancho. Un sudor frío le recorre la frente. Frena, mira alrededor y no consigue ubicarse. «Quizá lo mejor sea volver al dispensario», piensa. Trata de dar la vuelta, pero el mareo es cada vez peor. Trastabilla y cae a un costado del camino.
En la conmoción, no se ha dado cuenta del sonido característico que hay detrás suyo. Una serpiente hace sonar su cascabel. Ya es demasiado tarde: en la caída invade el espacio vital del ofidio, que con un certero movimiento lo muerde en la mejilla e inocula su veneno.
Ernesto grita de dolor y también del terror; el animal se aleja reptando. La cara se le ha hinchado rápidamente, casi no puede abrir los ojos. Trata de agarrarse de algo para incorporarse. Entre gritos y maldiciones, al tanteo, se agarra de un espinillo, que clava dos largas espinas en la palma de su mano. Grita, ya sin fuerza, y logra incorporarse a duras penas. Tiene la cara muy caliente y le duele mucho. Trata de avanzar, pero sus párpados morados ya no le dejan ver casi nada. Se tropieza con la bici, que esta tirada, y cae de cara al suelo.



Ya no grita: la garganta cerrada se lo impide, le cuesta respirar. Apoya una mano y consigue girar y quedarse boca arriba. Se siente atontado por la falta de aire, no consigue meter suficiente a sus pulmones. Por una pequeña rendija de su párpado izquierdo, mira el cielo celeste intenso y ese sol aplastante por última vez. En un desesperado intento por no morir solo, llama a su amigo…
—¡Batuque!...
El viento mezclado con la sal se llevan el último sonido de Ernesto.


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