New York no extraña a Sinclaire



Un gran estruendo lo despertó. Recupera la conciencia unos segundos antes que el control de su cuerpo, la sensación fue horrible. Mira el viejo reloj despertador: marca las tres. Por instinto mira la ventana; demasiada claridad para la madrugada, demasiado oscuro para la siesta.
Cuando logra sentarse en la cama, el sonido que producen las gotas de lluvia contra la escalera de incendios le da una idea de por qué está oscuro el día. Cae en la cuenta de que son las tres de la tarde. A pesar del fresco otoñal, tiene el cuerpo cubierto de sudor. Truenos más lejanos anuncian que lloverá toda la tarde.
Decide tomar una ducha. Ya repuesto de la somnolencia, se cubre con la toalla como si fuera una falda, se dirige a la cocina y pone agua a calentar. Encuentra sobre la mesa la sección cultural del Times. Como columnista especializado en cine, escribe una crítica que se publica los viernes. Había recibido duros cuestionamientos por la vehemencia en esta crítica en particular.
«La imaginación de MacKenzie es como un lápiz sin punta. Las buenas ideas parece que abandonaron al otrora galardonado guionista y director. Se rumorea que compró un rancho en Arizona: lo mejor sería que se dedique a los caballos. Y cuando pueda me devuelva mis dos horas de vida perdidas viendo su película».
Relee orgulloso el último párrafo. Sus víctimas son los directores de Hollywood. No importa si son noveles buscando abrirse paso en una industria despiadada o ya consagrados, como el mismo MacKenzie, a todos los defenestra por igual.
De nada sirve que sus editores traten de suavizar sus reseñas, tiene más seguidores que nunca debido a su estilo ácido, y los dueños del periódico están contentos con él, así que no permiten que se discutan sus artículos.
Se siente con frío, así que se cubre con una bata de seda cruda. Se prepara un té y un sándwich de huevo, su favorito. Esa parte, heredada de su madre británica, siente que le da un aire aristocrático. Ha dormido casi todo el domingo, no sabe lo que pasa en el mundo, así que enciende la tele, un poco para informarse y un poco para no sentirse tan solo.
Cambia los canales hasta llegar al informativo. Están diciendo la probable formación de los Patriots para el SuperBowl; de repente, una noticia de último momento. El informador pone la cara muy seria y la anuncia. Al mismo tiempo aparece un cartel en pantalla diciendo que encontraron muerto al famoso director de cine Robert MacKenzie.
La taza en su mano queda a mitad de camino entre la mesa y su boca. Siente como si un martillazo le hubiera golpeado la cabeza. Comienza desesperado a cambiar de canal, buscando otros que desmientan la noticia. Uno a uno todos la van confirmando: el director ha muerto y al parecer ha sido un suicidio. Lo encontraron colgado en su recientemente adquirido establo de Arizona.
Busca calmar su mente. Él sabe que no ha hecho nada malo, ¿o sí? De repente, siente que le falta el aire. Decide vestirse y salir, a pesar de la copiosa lluvia. En el umbral del edificio, saca un cigarrillo y lo enciende. Camina calle abajo, fumando bajo la lluvia. A pesar del impermeable de buena calidad que viste, el agua se le filtra por el cuello de la camisa en forma de gotas que le recorren la piel, estremeciéndolo. A él no le molesta; al contrario, el frío de la lluvia le generan sensación de alivio. Él las recibe como bendiciones.
Sin percatarse, ha caminado varias cuadras y ahora está parado frente al viejo cine. Hace mucho que no lo visita; es más, juraría que ya lo habían cerrado. Se decide a entrar, hay una programación de viejas películas de espías. Se acerca a la taquilla. El viejo empleado que vende las entradas, casi tan viejo como el mismo cine, duerme con la cara apoyada en la mano. Se sobresalta cuando el crítico golpea el vidrio con los nudillos y, de mala gana, le corta una entrada, aunque el semblante le cambia cuando le dice que se quede con el cambio.
—¡Pero son cien dólares, señor! —le dice sorprendido.
—Usted necesita un café más que yo —responde el crítico.
La sala de proyección es demasiado grande, como las de antaño. Un concepto distinto al de micro salas que tienen ahora las cadenas de cine. No hay nadie, así que dispone de todas las butacas para elegir. Se sienta en la del medio, como lo hacía cuando era niño y su papá lo llevaba a ver esas películas de espías que tanto le aburrían. El olor que despide la vieja alfombra, mezclado con el de las palomitas de maíz, le genera nostalgia.
Alguien más entra cuando ya se apagan las luces y se sienta en una de las primeras filas. No puede ver su cara por la penumbra, pero le llama la atención que use sombrero y la solapa del gabán como cubriendo su cara. Varias veces durante la proyección de los thrillers el extraño se da vuelta a mirarlo. Esto le incomoda. Se afloja la corbata y se quita el sobretodo; de repente se siente acalorado.
Por fin comienza la proyección de la película. Un breve mensaje anuncia que, debido a su inesperada muerte, se proyectará, a modo de homenaje, la película consagratoria del gran Robert MacKenzie, nada menos que Campos de gloria, con la que ganó su primer Oscar como director.
Cuando al fin le presta atención a la película, nota que algunas escenas le son muy familiares. Algunas son demasiado vívidas. Tienen un orden cronológico, pero no tienen una lógica de trama. No recordaba que esta película fuera tan rara. En la pantalla hay una escena de unos jóvenes, una chica y un chico en el asiento trasero de un viejo auto. Un Buick del 65, igual al de su primo Vinny. Están teniendo sexo. Ella es muy parecida a Nicole, su novia de la preparatoria. Para su sorpresa, el chico es él mismo.
Cambia la escena y cae en la cuenta de que siempre el protagonista es él. Siente un indescriptible terror. Quiere levantarse de la butaca y salir, pero por alguna razón que no puede explicar necesita seguir viendo la proyección. Lo que parecen ser escenas de su vida se suceden sin descanso.
La más familiar de todas es una en la que aparece él cubierto de sudor y despertando por culpa de un trueno, y luego leyendo su propia reseña orgulloso, preparándose un té y un sándwich de huevo frente al televisor. La proyección termina abruptamente y las luces se encienden de repente. El extraño de sombrero y gabán lo está observando y, sin más, se retira de la sala presuroso.
Él logra reponerse de tanta locura, abandona su butaca e intenta alcanzar al misterioso sujeto del sombrero. Baja corriendo las escaleras y llega a la entrada del cine. Sale a la calle, pero ni rastros del tipo. En la taquilla el anciano sigue durmiendo con la cara apoyada en la mano.
«¿Qué clase de estúpida broma es esta? No tiene la menor gracia», piensa.
Se aleja calle abajo hasta llegar al bulevar. Piensa en tomarse un trago antes de volver a casa. Pasa por un enorme quiosco de revistas. En la primera plana del Times, hablan de la muerte del director MacKenzie. Compra un ejemplar. Busca información, pero el resto de las hojas solo tiene palabras inentendibles para él. En la tercera sección, la de policiales, una pequeña reseña tiene una foto suya: «Encuentran muerto al conocido crítico de cine, Georges Sinclaire. Al parecer, sufrió un infarto mientras tomaba un té. Debido a que vivía solo, su cadáver fue encontrado por la policía una semana después de muerto, alertados por las quejas de los vecinos».

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